jueves, 13 de mayo de 2010


"Las personas no nos quieren por lo que somos, sino por cómo las hacemos sentir."


 

Irwin Federman

viernes, 7 de mayo de 2010

Heil Paris!


Viendo un documental sobre la Segunda Guerra mundial, me encuentro con la imagen de una mujer a la que han dejado calva un grupo de personas. Algunos de los que la rodean sonríen a la cámara, que retrata el momento de lo que pretenden pasar como justicia popular. La vejan paseándola por las calles de París acusada de haberse relacionado con alemanes. La insultan personas de todo tipo. ¿Pero acaso ellos no hicieron lo mismo? “París ciudad abierta”, declaró el gobierno. Ni un solo tiro. La Werchtmach entró desfilando en la Ville Lumière, la Ciudad de las Luces. ¿De dónde, entonces, salían ahora tantos patriotas?



Después de que el Gobierno huido a Burdeos negociara la rendición, los británicos bombardearon la flota francesa para evitar que cayera en manos de los alemanes. Francia se había vuelto poco de fiar a ojos de su aliado en la guerra: las autoridades de Vichy parecían entenderse demasiado bien con el invasor. “Nunca fuimos tan libres como bajo la Ocupación”, llegó a decir Jean-Paul Sartre. Y es que la vida parisina seguía siendo con los alemanes un enjambre de artistas de vanguardia. El filósofo francés seguía reuniéndose en el café La Coupole, en el Boulevard Montparnasse, para mantener uno de esos debates de intelectuales progresistas. Publicó El ser y la nada, y estrenó, sin ningún problema con los censores, dos obras de teatro.



Y en cuanto a ese genio malagueño llamado Picasso, comunista declarado, pintor de arte degenerado y autor del Guernica, una obra emblemática de la guerra contra el fascismo, trabajaba sin problemas en su estudio de la rue des Grandes Agustins. Solía recibir la visita de oficiales alemanes, aficionados a la pintura de vanguardia, en la que él destacaba vigorosamente. Le gustaba despedirse de ellos regalándoles una postal del Guernica. Cuenta la leyenda que un alemán, desagradablemente sorprendido por el cuadro, le inquirió: “¿Ha hecho usted esto?”, a lo que respondió Picasso: “No, lo hicieron ustedes”. Pero esta historia es prácticamente seguro que jamás ocurrió, pues a nadie de los que iban a su estudio se le escapaba que él era el autor de aquella obra mundialmente conocida.







¿Pero qué ocurría con los comunistas, la comunidad judía de París, los combatientes de las Brigadas Internacionales refugiados…? Bueno, el gobernador militar alemán, Herr Von Studnitz, fue claro con el prefecto Langeron: “si la policía colabora, no oirá hablar usted de mí”. Y así fue. Los gendarmes acorralaron a 13.000 judíos en el Velódromo de Invierno, y ayudaron a encerrarlos en los vagones para ganado del tren que los llevaría a Auschwitz.



El Tercer Reich no podía estar más feliz.



Pero ¿por qué tanta colaboración con los nazis?







Lo cierto es que ante el avance de la Werchtmach, la elite francesa, política y empresarial, imaginó preocupada la repetición de los hechos de 1870, en la que Bismarck arrolló a las tropas de Napoleón III en Sedán, hundiendo el II Imperio. Lo que sucedió a continuación en París ante el vacío de poder, fue un levantamiento popular que costó muchísimo sofocar. De hecho, Goebbles sabía de este miedo, y difundió noticias falsas a través de Radio Humanité, en la que asegura que París estaba apunto de ser tomada por los comunistas del PCF. El general Dentz, que debía rendir la ciudad a los alemanes, no veía la hora de hacerlo de una vez y quitarse así la patata caliente.



Quedó entonces de este modo en el prefecto Langeron la responsabilidad de mantener el orden en París. ¿Y qué hizo como máxima autoridad? Ordenó a los porteros mantenerse en sus puestos, para evitar el allanamiento de moradas de las masas proletarias, porque los comunistas seguían siendo su gran temor. Su otra preocupación eran los perros abandonados por las personas huidas de la ciudad, tenía miedo que se volvieran rabiosos.







Cuando las botas de la Werchtmach retumbaron en los Campos Elíseos, era 14 de junio de 1940. Se produjeron quince suicidios, entre ellos el de Thierry Martel, curiosamente, el fundador del primer partido fascista francés, cuyo furor patriótico no soportó tanta humillación. Pero tras estos hechos aislados, la vida regresó pronto a de su breve suspenso. Los cafés abrieron sus terrazas, que ahora tenían a un nuevo tipo de cliente, el alemán de uniforme felblau. A continuación volvería a funcionar el cine Pigalle, al cual le seguirían todos los demás que había en la ciudad. Y después, abrirán también los teatros, los cabarets y la ópera. A los alemanes les encantaba París. Era incluso mejor que vivir en una ciudad del Tercer Reich, porque éstas estaban siendo duramente bombardeadas. Además, los franceses tenían ese joie de vivre tan encantador. Sus figuras del espectáculo eran de primer orden, como Maurice Chevalier o Sacha Guitry. La ciudad les fascinaba.



Por supuesto no todo es perfecto. Había un toque de queda a las 9 de la noche, y estaba prohibido utilizar vehículos de motor, porque la gasolina era toda para el invasor. Aunque las autoridades de ocupación terminarían concediendo 7.000 permisos de circulación para coches franceses. Nunca fue París tan encantadora para un conductor. Además, los alemanes, en su gusto por el ordenamiento, habían llenado la ciudad de señales de tráfico. Era la ciudad mejor señalizada de Europa, y cuando la abandonaron, las señales siguieron allí en su recuerdo.







Pero basta ya de tanta bon vivant!, gritó Stalin, que en su día felicitó a Hitler por su éxito en la invasión de Francia. Ahora, exigía un nuevo frente. El Ejército rojo estaba exhausto. Necesitaba un respiro. Había que intentar que los alemanes se vieran obligados a desplazar tropas del frente Oriental. La orden al PCF de actuar era incuestionable.



Catorce meses después de la entrada de la Werchtmach en París, se produjo el primer atentado de la Resistencia. Ocurrió en el metro, el cual utilizaban por igual franceses y alemanes. El estallido de un disparo eclosionó en la estación de Barbés, sobresaltando a todos los presentes. Un oficial de la Kriegsmarine se derrumbó herido de un tiro por la espalda. Pierre Georges, comunista curtido, veterano de las Brigadas Internacionales, era el autor del crimen. Pero en lugar de ser visto como un acto de lucha ante la ocupación, se juzgó como simple terrorismo. De Gaulle lo condenó tajante, y el PCF no se atrevió a reivindicarlo ante la respuesta de la gente de París. De todas formas, siguió con los atentados, y en seis meses mató a 20 alemanes más. La respuesta del ocupante es desproporcionada, como siempre, y daña su imagen mantenida hasta entonces. Pero comparada con Varsovia, por ejemplo, París seguirá siendo una douce occupation.



Cuando las tropas aliadas entraron en la ciudad, los patriotas despiertan en una exhibición de júbilo ante la División Leclerc, cuya punta de lanza la componen antiguos republicanos españoles. Tras la liberación, 123.000 parisinos pidieron ser declarados combatientes de la Resistencia. Nada menos.



Como prueba, tenían las cabelleras valientemente rasuradas de las mujeres francesas que cayeron en sus manos.


sábado, 1 de mayo de 2010

citas

¡Estudiad, estudiad, estudiad!: llegaréis a ser mediocres. ¡Amad, amad, amad!: seréis grandes.

Niccolò Tommaseo (1802-1874)


jueves, 29 de abril de 2010


“Aceptar nuestra vulnerabilidad en lugar de tratar de ocultarla es la mejor manera de adaptarse a la realidad.”

David Viscott

domingo, 25 de abril de 2010

El último acto

Leo sobre el genial fotógrafo neoyorquino Peter Beard, paradigma del hombre-frontera, que retrató el África de los años sesenta como ya nunca se podrá hacer porque, entre otras razones, las nieves del Kilimanjaro dejaron de existir. Beard no cree que la humanidad tenga futuro. Cuando la periodista le pregunta sobre las causas de su pesimismo, responde: “Soy extremadamente realista. Nos pasará como en la película El planeta de los simios. Y ya lo dijo Orwell. Pronto no quedará nada. Quizá no desaparezcamos, pero viviremos como cucarachas”.
Es imposible obviar tanto augurio de apocalipsis cuando quienes lo vaticinan son personas como el propio Beard. Lo cierto es que el miedo parece estar calando en nuestras conciencias. Se extiende como una mancha de aceite sobre la tela del Viejo Continente. Los partidos políticos más extremistas, con mensajes inspirados en la ultraderecha, son cada vez más populares: claro indicio de un miedo general latente. Ya hemos pasado por esto antes.
La Historia está llena de civilizaciones truncadas. De gente que asistió al final del mundo tal y como lo conocían. Los aztecas que vivieron la llegada al Yucatán de Hernán Cortés y sus hombres, vieron derrumbarse en apenas tres años lo terrenal y lo divino. Fue la muerte de todo cuanto creían.
En Europa, se pensó firmemente que el final de la humanidad había llegado, cuando la gente comenzó a enfermar y morir por miles en el siglo XIV. La bacteria de la peste acabó con la vida, en tan sólo cuatro años, de 20 millones de personas en un continente habitado entonces por 80 millones. Las ratas que propagaron la llamada peste negra, llegaron en barcos de comerciantes genoveses procedentes de Oriente. Las pulgas que se alojaban en el pelaje de los roedores, saltaban a los humanos después de infectar a la rata. Su picadura suponía la muerte entre un 40 y un 90% de los casos. Pero hicieron falta 400 años para descubrir al causante.
Y así, aldeas y ciudades enfermaban y morían bajo un miedo de incomprensión hoy en día inimaginable. Los campos quedaban a merced de los pájaros y la maleza. Los señores feudales que no caían víctimas, se veían sin vasallos sobre los que ejercer su poder. Por todos lados aparecían iluminados anunciando que Dios se estaba vengando de tanto pecado. Se organizaron procesiones por todo el Continente, cuyos miembros decían sermones, llevaban cruces y se flagelaban a sí mismos. Llegaron a tener 10.000 seguidores. El entonces papa Clemente VI prohibió estos movimientos temiendo su poder creciente en el año 1349.
La multitud, azuzada por el pánico, buscó culpables, y los encontraron en los judíos. Se los acusó de envenenar pozos y fuentes por toda la cristiandad. Además, eran infieles, y los asesinos de Cristo. Y así, desatada la peor de las bestias humanas: el miedo más auténtico y puro, en enero de 1348, en la ciudad de Basilea fueron quemados en la hoguera 600 judíos. Matanzas similares se produjeron en Zurich, Chillon, Barcelona, Cervera… El papa Clemente VI, desde Aviñón, que era la sede pontificia en aquella época, emitió una bula que exculpaba a los judíos de provocar la peste, dando la sencilla razón de ser ellos también víctimas de la enfermedad. Pero su edicto no detuvo a las masas, y el Día de san Valentín, en la ciudad de Estrasburgo, se quemó a 900 judíos. Así fue como desaparecieron más de 200 comunidades hebreas en toda Europa.
Nunca antes, el Viejo Continente sufrió una mortandad comparable.
Una ausencia de Dios comparable.
Un pánico comparable.
Los minuti, los vulgares de las urbes que no podían huir como lo hacían los potentados, tomaban el gobierno que quedaba vacío, para descubrir que no lo hacían peor que quienes habían gobernado hasta aquel momento. La conciencia de una muerte probable, hizo a muchos vasallos ser exigentes ante los señores para mejorar las condiciones de sus vidas. Hubo revueltas campesinas por doquier. En Inglaterra, en el 1381, los insurrectos llegaron a sitiar la Torre de Londres y matar al arzobispo de Canterbury.
Era el mundo al revés.
El ser humano desnudo ante la muerte. Sin títulos ni armaduras.
Cuando la peste empezó a remitir, ya nada era igual que antes. Ciertamente no acabó el feudalismo, pero quedó en evidencia la fragilidad del sistema que regía la vida terrenal. La evidencia de que la peste no había respetado a nadie, ni a mendigos ni a príncipes, quedó grabado en la conciencia de las gentes. Surgió un boom creativo muy popular que ensalzaba la muerte. Se impulsó la escritura de las conocidas como “danzas macabras”. La dama negra se volvió musa de artistas, que la representaban con un mensaje claro: memento mori, recuerda que morirás.
Quizá estamos recuperando partes de ese pasado conservado en nuestro subconsciente.
Las noticias de un petróleo que se acaba o un cambio climático que destruirá el mundo, despierta nuestro atávico fatalismo.
Pero, ¿a quién quemaremos esta vez? ¿A los inmigrantes?